martes, 18 de marzo de 2008

Jacques Anquetil

El 18 de noviembre de 1987, Jacques Anquetil abandonó en su carrera contra la muerte. Vencido por el cáncer, tiró la tohalla como cantaba otro Jacques, Jacques Brel, justo antes de sucumbir, aproximadamente a la misma edad, al mismo e implacable mal.
Jacques Anquetil iba a cumplir 54 años, y fiel a su leyenda, se despedía con una pirueta cargada de la misma fina ironía, de la visión aguda y penetrante que le acompañó a todo lo largo de su fulgurante carrera de campeón. Pocas horas antes de morir, le diría a André Boucher, su primer mentor, su segundo padre: Te acuerdas André, te dije que jamás moriría de un cáncer..., y bien, tenía razón, tengo dos.

El normando Jacques Anquetil, que fue conocido también por los apodos de "Maître Jacques" o "Monsieur Crono", nació en Mont Saint Aiquan (Francia) el 8 de Enero de 1934. Hijo de padre agricultor, cuando en 1952 ficha por un equipo aficionado, su padre le da permiso a condición de que ganase dinero, y si no, tendría que ir "a recolectar fresas" con él. Y vaya si lo ganó. Y a pesar de su precocidad y de su inexperiencia, sorprendiendo a todos, ganará de esta forma su primer campeonato de Francia contrarreloj, categoría de aficionados, cuando aún no había cumplido la mayoría de edad. Fue profesional desde 1954 a 1967 y ya el primer año gana el Gran Premio de las Naciones (contrarreloj) sacando más de 6 mn, al segundo.

A pesar de que entrenaba poco, no cuidaba su alimentación, e incluso era un adicto al champán, sus éxitos se sucedieron con mucha rapidez: en 1956 establece el récord de la hora en 46,159 Km., lo que sentaba las bases para iniciar una carrera imparable que tuvo su primer hito en su debut en el Tour en 1957, prueba ciclista que ganará con gran superioridad.

Destacado contrarrelojista debido a su figura aerodinámica sobre la bicicleta y su casi perfecto pedaleo, Anquetil también sobresalió por su inteligencia en carrera, lo que le hacia aprovechar al máximo sus capacidades. Ello unido a su elegancia sobre la bicicleta, donde nunca descomponía su figura ni dejaba vislumbrar a sus contrincantes los malos momentos por los que sin duda pasaba, le valieron para ser el primer corredor en la historia que logró la victoria en cinco Tours . También triunfó en dos Giros a Italia (fue el primer francés en triunfar en la ronda transalpina) en 1.960 y 1.964, temporada en la que logró el doblete: Giro y Tour. Un año antes había conseguido otro doblete, al vencer en el Tour y en la Vuelta.

LA PAJARA DE ANQUETIL
Siempre se creyó que la pájara pillada por Jacques Anquetil, durante la ascensión a Envalira en el Tour de 1964, en la última de sus cinco victorias, se debió a su presencia a un banquete que organizó Radio Andorra en la jornada de descanso.
En efecto, Anquetil pasó a la historia tanto por su hegemonía en la bicicleta como por su desordenada vida. Tal como ha escrito Geminiani en sus memorias, era capaz delante de un bufet de "calarse las mejillas y levantar el codo", pues su lema era que "para ser bueno sobre la bicicleta había que ser bueno en la mesa y alegre en la vida". Anquetil se casó con la que había sido mujer de su médico, la guapa Janine. Como no pudo darle hijos, Janine le ofreció la posibilidad de tenerlos con la hija de su primer matrimonio. Y, al final, Anquetil se enamoró de la novia del hijo de Janine. Impresionante.
Pero en el banquete de Andorra apenas probó bocado. Su pájara en Envalira, que casi le cuesta el Tour, se debió a la preocupación que tenía el ciclista por la predicción que había realizado el mago Belline, en el diario France-Soir, según la cual Anquetil fallecería en el transcurso de la 14 etapa de 1964 entre Andorra y Toulouse. Por eso pilló la pájara. No reaccionó hasta que Geminiani le gritó desde el coche: "Jacques, si te has de morir, muérete ya, pero no delante del coche escoba". Poco después, pilló a Poulidor, su gran rival, y salvó el Tour.

TODAS PARA UNO
Sophie es hija de Annie Anquetil e hija y nieta del célebre ciclista francés Jacques Anquetil. Una situación conocida –y consentida, según el libro que acaba de publicar Sophie– por esta extraña familia que se organizaba como un harén y que también incluía a la nuera del ciclista, con quien éste tuvo otro hijo varón antes de morir. ¿Quedó claro?

Esta es la historia de una niña que tuvo por padre a su abuelo, por abuela a la esposa de éste, por madre a la hija de su abuela y por hermano a su propio primo. ¿Complicado? La niña tiene hoy treinta y cinco años, se llama Sophie y escribió un libro –Pour l’amour de Jacques–. Se trata del francés Jacques Anquetil, una gloria del ciclismo mundial, al mismo tiempo que dueño y señor de su harén en Normandía, padre atento, devorador de manjares, bígamo, amante de sus fiestas, de sus amigos y de las mujeres. El tuvo tres. Respectivamente y por turno: madre, hija y nuera.
Sophie habla de “una magnífica historia de amor” de la que siempre se sintió “orgullosa y admirada”, donde ella fue “el centro de interés” de un “amor profundo” y de una familia donde “todo se compartía”. Hay que entender que el clan Anquetil vivió bajo el lema de los mosqueteros: uno para todas y todas para uno. Su padre fue un héroe dominador, tanto en su vida profesional como privada. Ganó todos los premios posibles del ciclismo, coleccionó los títulos mundiales sin esfuerzo y poseyó a todas las mujeres de su clan. Siempre supo que llegaría lejos, que ganaría dinero y que la familia sería su reino. Un reino en el que se sentía tan protegido como un niño el día de su cumpleaños.
En 1969 Jacques Anquetil se retiró en plena gloria. Era una especie de semidiós en su país, Francia, pero jamás logró conquistar el corazón del pueblo. Un tipo duro y seco, fácil de admirar pero difícil de amar. Demasiado rubio, demasiado calculador, de mirada fría y distante.
En 1954, a los 20 años, ya era una estrella consagrada. La amistad con su médico personal, uno de los precursores de la medicina del deporte, va a convulsionar la vida de ambos. Después de haber sido invitado cotidianamente a pasar fines de semana con la familia del doctor, Jacques se apropia –o se casa– con la esposa del médico, Nanou. Los hijos de la pareja divorciada, Annie (8) y Alain (6), deciden seguirlos y el pobre médico no querrá verlos nunca más ni en holograma.
Después de algo más de una década instalados en el castillo donde Anquetil cultivaba setecientas hectáreas y Nanou reinaba, el deseo del ciclista por tener hijos de su propia sangre patea el tablero. Nanou se ha ligado las trompas y no quiere otra operación. ¿Qué hacer? La solución se llama Annie, la hija de su mujer a quien conoce y cría desde los ocho años. A los veinte es una joven atractiva y adora a su campeón.
“Para que (mi papá) se quede en casa, Nanou va a ofrecerle a su propia hija. Jugaron con fuego”, reconocerá Sophie. Y Annie agrega: “No soy una víctima, yo también jugué con fuego”. “Fue una manipulación emotiva”, reconoce Sophie, “mi padre era como el príncipe de los cuentos de hadas y mi madre pensó en brindarles placer a ambos”. Para explicarlo, Nanou prefiere hablar de una decisión tomada por la “célula base de la familia: mi marido, mis hijos y yo”.
Esta particular madre portadora ¿pudo elegir? ¿Pudo haber dicho que no a la propuesta de su propia madre? “Jacques era un déspota carismático, sutil, él no imponía nunca nada. A mí –continúa Annie– nadie me preguntó qué es lo que pensaba. Digamos que me dejaron libre de hacer aquello que ellos querían que yo hiciese. Era como un dictador pero nos amaba profundamente. Eso cambia todo.” En el sultanato Anquetil sólo se era libre de elegir a qué cadenas atarse. Las mujeres eran de su propiedad y él se encargaba personalmente de su cuidado.
–En el libro, cuando hablás del pedido que se le hizo a tu mamá –Annie–, reconocés que “fue una orden”, pero no te molesta la idea. ¿Por qué?
–Por un lado, son mis padres y, por el otro, mi madre estaba enamorada de él y sentía una gran admiración por la pareja. Además mi papá tenía la particularidad de obtener casi siempre lo que él deseaba sin formularlo directamente.
Annie reconoce que cuando su madre “vino a mi cuarto a explicarme que yo tenía que darle un hijo a Jacques, no sé qué es lo que pensé, me quedé atónita. Yo formaba parte del universo Anquetil donde las leyes del mundo exterior no se aplicaban, sino que desaparecían delante del jefe indiscutible. Y luego, me encontré en su cama con la misión sagrada de la procreación, frente a un hecho que me sobrepasaba por completo”.
–¿El amor todo lo justifica?
–Si es recíproco y no forzado, sí –responde Sophie, la hija de ese encierro.
La niña será el punto de encuentro de todos. Para el mundo exterior, ella será la hija de Jacques y de Nanou. Aunque So-phie dice conocer la verdad desde siempre. “Es cierto que Sophie –explica Annie– era antes que nada la hija del clan antes de ser la mía.” “Yo siempre estuve contenta de tener dos mamás y un padre tan extraordinario”, afirma Sophie, con el orgullo de los elegidos.
Durante las noches, cada habitación del chateau le permite a Anquetil jugar el juego del perpetuo comienzo. En el cuarto de Annie, la más joven y favorita durante 12 años, disfruta de sentirse nuevo. Luego va al encuentro de Nanou, su esposa, la madre de Annie, la abuela de su hija. Y se duerme aferrado a la liviandad de lo conocido. Sophie hace el camino inverso. Se duerme en los brazos de su abuela, para luego exiliarse en el cuarto de su madre.
Sin embargo, la vida no circula libremente en el chateau, hay normas no escritas, códigos y ritos que cumplir. Así es como, harta de presenciar el mismo espectáculo desde hace doce años, Annie decide un día enmanciparse. Anquetil no soporta la idea de que la más joven de sus geishas parta y la amenaza con algo que supone no le va a gustar: cambiarla por Dominique.
Dominique es la esposa de Alain, hermano de Annie, a quien Jacques también crió como a su propio hijo. Hace un tiempo que comparten el mismo hogar. De esta última unión, nacerá Christophe (a la vez, hermano y primo de Sophie). Al poco tiempo Jacques Anquetil morirá –en 1987– a los 53 años.
Al escuchar a Sophie, una no puede evitar pensar en el trauma. ¿Trauma? ¿Qué trauma? Sophie irradia la alegría de vivir, es una militante que reivindica esta particular familia.
–¿Qué es lo que te resulta admirable de tu padre en esta historia?
–Que todo se hizo sin mentiras y con respeto por el otro. Fijate hoy todos esos hombres que tienen una doble vida, es mucho peor. La prueba de que sólo se trata de amor es que hoy todos nos queremos y nos vemos.
–¿Vivirías con dos hombres, padre e hijo o marido y amante?
–Vivo con un solo hombre y ya es suficientemente complicado. Pero ¿por qué no? –dice y estalla en una carcajada.

domingo, 2 de marzo de 2008

Octave Lapize


Octave Lapize tenía 29 años cuando cayó en el frente de Verdún el 14 de julio de 1917, el sargento Lapize recibió cinco balazos en el cuerpo mientras pilotaba su avión, que llevaba dibujado un gallo en el fuselaje y un enorme número cuatro, en recuerdo del dorsal que exhibió en 1910, cuando a los 22 años se impuso en el Tour.
Pasó a la historia por convertirse en el primer corredor que coronó el Tourmalet. Aquella fue una gesta impresionante.
La etapa partió de Luchon y llegó a Bayona, tras 326 kilómetros y poco más de 14 horas de pedaleo, al increíble promedio, teniendo en cuenta la época, de 23 kilómetros por hora. Lapize tuvo que hacer parte de las ascensiones al Tourmalet y al Aubisque a pie, ya que no podía mantener el equilibrio por culpa de los enormes pedruscos que entorpecían la ruta.
Al día siguiente de su hazaña había jornada de descanso. Lapize se la pasó en el interior de su habitación con los pies ensangrentados e inflamados. Buscó alivio refrescándolos en una palangana con sales y vinagre. También murieron en la contienda Lucien Petit-Breton, ganador de los Tours de 1907 y 1908, y François Faber, vencedor en la edición de 1909, que se alistó en la Legión Extranjera.

Ganó el Tour de Francia 1910 en el único año que logró terminar la carrera. Entre su palmarés, además de esta victoria, destaca el triunfo en tres ediciones consecutivas de la París-Roubaix, así como cuatro campeonatos nacionales de ruta, tres en categoría profesional y uno en categoría amateur. También obtuvo una medalla de bronce en la prueba de ruta de los Juegos Olímpicos de 1908 y batió el récord de la hora en diversas modalidades.
Su sordera, cruel desventaja, le impedía comunicarse con los periodistas quienes relataban sus hazañas con detalle pero no podían entrevistarle, ello motivó que fuese excluido del servicio militar en 1907 y que le hubiera evitado ir a la guerra si no hubiera revuelto Roma con Santiago para conseguir ser alistado como vuluntario, con el trágico final que conocemos.
Se trataba de un atleta magníficamente proporcionado, de pequeña estatura (1,65 m) pero con una gran musculatura, una clase y un caracter fuera de lo común.
Henri Desgranges, en “L’Auto” dejó sus impresiones sobre “el Rizitos”, pocos días después de su victoria en la París-Roubaix: tengo antes mis ojos la fotografía de Lapize. Tiene toda la pinta de un gran rodador: la cara enérgica, el maxilar sólido, la mirada fija, el bigote en punta, como conviene a un “corcel” llamado, tras largas horas de padecimientos en la carretera, a lanzar besos a las chicas bonitas, gran caja torácica, las piernas bien asentadas, muslos poderosos y unas manos potentes capaces de doblar todos los manillares del mundo cuando se apoya sobre ellos en las subidas.


OCTAVE LAPIZE Y EL AUBISQUE
Octave Lapize eligió pasar a la historia por mediación de una frase lapidaria.
En 1910 se iba a celebrar la séptima edición de esa exitosa carrera de locos llamada Tour de Francia. Hasta ese momento todas las etapas habían sido prácticamente llanas pero los pocos puertos ascendidos habían congregado a una cantidad enorme de público.
Henry Desgranges, director del Tour y del periódico organizador, l"Auto, reunió en la primavera de ese año a sus colaboradores para decidir nuevos escenarios que aumentasen todavía más el interés por la carrera. Su colaborador y periodista Alphonse Steinès propuso que la carrera cruzara por los Pirineos, en aquella época una zona deshabitada, inhóspita, con carreteras en estado ruinoso y con osos campando a sus anchas por las cimas.
Desgranges se negó en redondo al principio, pero finalmente accedió a condición de que Steinès fuera capaz de recorrer, en coche, todo el recorrido de la futura etapa.
El Peyresourde y el Aspin los pudo atravesar sin problemas y para el Aubisque consiguió un compromiso económico de Desgranges para condicionar la carretera. Los nativos del lugar le avisaron de que se quitara de la cabeza el Tourmalet, completamente impracticable, pero Steinès, testarudo, alquiló un coche con conductor y se propuso cruzar por el collado del Tourmalet, de Sainte Marie de Campan a Barèges.
En primavera, la cima del Tourmalet estaba completamente cubierta por la nieve. El chofer, asustado por el hielo de la carretera, a cuatro kilómetros de la cima se negó a continuar. Steinès no se amilanó y, a pesar de que caía la noche, continuó su camino a pie.
El sol se ponía en el valle cuando, agotado y solo, alcanzaba los 2115 metros del puerto. Sin entretenerse, empezó el descenso hacia Barèges.
Imaginen el silencio, el crepitar de la nieve que cubre las rodillas, el frío, la sospecha de los osos al acecho, la oscuridad, los barrancos escondidos, el pavor de un parisino perdido a 2.000 metros de altura en un territorio desconocido y salvaje.
Después de unas horas descendiendo a ciegas, muerto de frío y de cansancio, una batida organizada por el chofer lo encontró, desfallecido, cerca de cerca del pueblo de Barèges. Eran las tres de la mañana. Pero Steinès era un loco del Tour.
La mañana siguiente, sin falta, envió un telegrama a Desgranges para ponerle al caso de la situación: Pasado el Tourmalet. Ruta en buen estado. Perfectamente practicable. Steinès.
El 21 de julio de 1910 se disputó la décima etapa del Tour de Francia, Luchon-Bayona de 327km con los puertos del Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Aubisque y Osquich.
Octave Lapize, a la postre ganador de ese Tour, atacó como un loco justo después de la salida. A su rueda se llevó a dos corredores, Garrigou y Lafourcade. Los tres fueron subiendo y bajando juntos cada uno de los puertos de ese territorio salvaje y desconocido hasta el pie del terrorífico Aubisque. Ahí Lapize y Garrigou, agotados, se vinieron abajo y no pudieron evitar que Lafourcade les cogiera ventaja.
Dando tumbos, a golpe de riñón y subiendo a pié en muchos tramos, Lapize pudo coronar la cima al borde de la asfixia con catorce minutos de retraso. En la cima había un miembro de la organización controlando el paso de los corredores. Lapize lo miró con odio, tiró la bicicleta al suelo y a grandes zancadas fue a enfrentarse a él. Lo cogió por las solapas, acumuló aire en sus pulmones fatigados y a un palmo de sus narices le escupió: ¡Asesinos, son Uds. unos asesinos! , pero Lapize acabó los 177km de etapa que quedaban.
Se recuperó, cazó a Lafourcade y ganó en Bayona. El resto de corredores fueron llegando en cuentagotas durante horas, en un estado tal que a algunos había que llevar en brazos a los albergues.